domingo, 8 de diciembre de 2019

Tormenta desde Leonlandia del Sur

Fotografía de hace unas semanas cuando se avecinaba una gran tormenta

Hace muchos años, hubo un día una tormenta tan fuerte que sentimos temor de que hubiese una granizada enorme y así fue.

El cielo estaba de color verde y las nubes se arremolinaban en torno a sí mismas.

Cuando cayeron los primeros granizos, cerramos todos los ventanales y bajamos las persianas porque eran enormes, del tamaño de una bola de billar. El ruido era ensordecedor y el estrépito de todo lo que se rompía con la caída del granizo lo hacía digno de una película catástrofe.

A posteriori, el mayor de los silencios. El granizo cayó en seco y así como vino, desapareció. Afuera, el caos, no se podía salir porque las ramas de los árboles de Plaza Pringles habían sido arrancadas y estaban esparcidas por toda la calle, vidrios de todos los edificios estaban regados por las veredas; el tránsito se hallaba interrumpido porque había de todo sobre el pavimento.

Oma Frida estuvo en estado de pánico porque volvieron a su memoria los relatos de sus padres sobre la guerra (la Segunda Guerra Mundial) y había llegado a pensar que alguna nación enemiga nos atacaba con algún tipo de arma letal, cuyas explosiones estaban arrasando la ciudad. Cuando se dio cuenta que había sido granizo, respiró profundo y dijo (nunca lo voy a olvidar): Son los llamados profundos y misteriosos de la Naturaleza para que reconstruyamos con amor hacia Ella.

Hoy, solo algunas paredes olvidadas recuerdan el paso de la gran tormenta por la macrociudad con marcas consecutivas, como si fuesen chispas blancas que resaltan entre el moho y la humedad tan característicos de esta macrociudad.



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