Fotografía de hace unas semanas cuando se avecinaba una gran tormenta |
Hace muchos años, hubo un día una tormenta tan fuerte
que sentimos temor de que hubiese una granizada enorme y así fue.
El cielo estaba de color verde y las nubes se
arremolinaban en torno a sí mismas.
Cuando cayeron los primeros granizos, cerramos todos
los ventanales y bajamos las persianas porque eran enormes, del tamaño de una
bola de billar. El ruido era ensordecedor y el estrépito de todo lo que se
rompía con la caída del granizo lo hacía digno de una película catástrofe.
A posteriori, el mayor de los silencios. El granizo
cayó en seco y así como vino, desapareció. Afuera, el caos, no se podía salir
porque las ramas de los árboles de Plaza Pringles habían sido arrancadas y
estaban esparcidas por toda la calle, vidrios de todos los edificios estaban
regados por las veredas; el tránsito se hallaba interrumpido porque había de
todo sobre el pavimento.
Oma Frida estuvo en estado de pánico porque volvieron
a su memoria los relatos de sus padres sobre la guerra (la Segunda Guerra
Mundial) y había llegado a pensar que alguna nación enemiga nos atacaba con
algún tipo de arma letal, cuyas explosiones estaban arrasando la ciudad. Cuando
se dio cuenta que había sido granizo, respiró profundo y dijo (nunca lo voy a
olvidar): Son los llamados profundos y
misteriosos de la Naturaleza para que reconstruyamos con amor hacia Ella.
Hoy, solo algunas paredes olvidadas recuerdan el paso
de la gran tormenta por la macrociudad con marcas consecutivas, como si fuesen
chispas blancas que resaltan entre el moho y la humedad tan característicos de
esta macrociudad.
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